Datos personales

Nació en Bolívar el 8 de mayo de 1962. Es Licenciado en Sociología e hincha de San Lorenzo de Almagro. Ha publicado los libros: Donde nos encontremos (1994), ABC de la Cornisa (1999), Pablo Díaz o la inversión de Werther (2001), Políticas Públicas o Negocios Privados (2001), Policronía, desaparecidos de Bolívar durante la dictadura cívico mílitar 1976-1983. Actualmente dirige el bisemanario DOS

domingo, 15 de junio de 2014

A PROPÓSITO DE LA MASACRE DEL 16 DE JUNIO DE 1955 EN PLAZA DE MAYO


 La búsqueda de antecedentes al criminal bombardeo del 16 de junio de 1955 a la Plaza de Mayo, Casa de Gobierno y zonas inmediatamente aledañas, bien podríamos anclarla históricamente en el plano nacional el día 28 de septiembre de 1951, y en el plano internacional los días 6 y 9 de agosto en Hiroshima y Nagasaki, Japón; o más atrás... aún el día 26 de abril de 1937 en Guernica, España. Los casos de España (aunque hubo mayormente aviones alemanes en aquel cielo de muerte) y Argentina fueron propiciados por hombres de sus propios países, a diferencia del caso japonés donde las bombas cayeron por la acción de un agente externo, los EE.UU. La intentona argentina del 51, fue protagonizada por mínimas fuerzas terrestres; en Japón y España, por esa razón los consideramos, fueron aviones asesinando población civil. Todos distintos, pero iguales sin dudas, motivados por el mismo tipo de odio.
EL ODIO DE ACÁ
A fines de septiembre del 51, un grupo de oficiales liderados por un general de espíritu genocida, Benjamín Menéndez, se lanzó a encender la llama de un golpe de Estado que no prosperaría. Una serie de variables mal interpretadas llevaron a los insurrectos al fracaso. Basaron su acción en el odio que sentían en contra del peronismo en gobierno y terminaron extraviados geográfica (se desbandaron en cobarde huída antes de entrar a Capital Federal) y políticamente (quedaron expuestos y en absoluta soledad, abandonados por sus “patrones”). Menéndez, sus mandantes y sus acólitos, envalentonados al confundir deseos con condiciones objetivas, creyeron que una vez iniciada la asonada el resto de la sociedad se plegaría y lo que llamaban “el régimen” implosionaría. Nada más alejado de la realidad. En noviembre de ese mismo año, en lo que fue una extraordinaria respuesta democrática, Perón ganaría las elecciones por más del 62 por ciento de los votos. El amor vencía al odio. El respaldo de las armas a intereses exclusivos y excluyentes, era derrotado en todos los frentes por el respaldo del voto a intereses populares y colectivos.
LO MISMO, POR OTROS MEDIOS
De ningún modo, la voluntad popular expresada en las urnas sería óbice que impidiera la continuación de las intentonas… por otros medios. Para eso, la oposición no reparó en invertir esfuerzos ni canalladas. En abril de 1953, un acto organizado por la CGT en Plaza de Mayo y de claro apoyo al presidente, terminó en una masacre cuando unas bombas colocadas por opositores acérrimos explotaron dejando como saldo la muerte de 7 personas y decenas de heridos. Como respuesta, un grupo escindido de esa plaza dolida le dio fuego a la Casa Radical, la sede del partido Socialista, el Jockey Club. La prensa canalla de ayer (la misma de hoy: La Nación, Clarín) aprovechó la reacción y ocultó los muertos. Las llamas –que no se justifican pero pueden entenderse como respuesta de multitud atormentada– oscurecieron hasta fundir en negro a los muertos, los heridos, la cobardía homicida de un sector no desdeñable de la oposición. Sólo hubo espacio para difundir aquello que se consideraba un desgarro de la “patria moral”, esa que fundada por los que la utilizan de cazamata. Con hipocresía sin parangón la acometieron contra “la barbarie” que no respeta edificios ni instituciones. Así, en el desproporcionado descaro de las comparaciones imposibles, los daños a la propiedad (absolutamente criticables por cierto) pasaron a ser, para un sector de la oposición y la prensa opositora, infinitamente más importante que los cadáveres mutilados por las deflagraciones terroristas.
Al año, casi exactamente, otra vez el gobierno se alzó con el incuestionable apoyo del pueblo en las elecciones que sindicarían al reemplazante del fallecido Quijano, electo vice de Perón en 1952 y muerto a los pocos meses. Las conquistas sociales (imposibles siquiera de resumir en un texto como el que nos entretiene) alcanzadas en esa década transcurrida parecían haber galvanizado al “pueblo” con su líder. A la sucesión de leyes que ampliaban derechos, acontecía una devolución social favorable a escala nunca antes vista en la historia argentina. No obstante, la intriga, el rencor de clase, la desvergüenza no cejaban en su intento de torcer la voluntad mayoritaria para encauzar al país en su “destino manifiesto” de ser granero del mundo con pocos propietarios y muchísimos proletarios.
Cualquier excusa sería aprovechada, y así sucedió. La ruindad de los que escondían muertos ajenos y resaltaba cenizas, encontró su norte en una serie de leyes, y medidas propuestas (entre muchísimas otras) por el gobierno: la separación de la Iglesia del Estado; el divorcio; la discusión acerca de la regulación de los prostíbulos, y demás por el estilo. El estadista que había sido para la prensa canalla y la oposición un remedo fascista, un populista dilapidador de dinero ajeno, un manipulador consuetudinario, un mentiroso profesional, ahora sumaba el efectivo adjetivo denostativo de ogro ateo. Por allí es que fueron.
Sin poder ocultar su enojo frente a la inmensa costra de moralina que crecía en torno a los temas relacionados con la Iglesia, Perón cayó en la provocación y en un discurso terminó afirmando que “La Iglesia es una organización como cualquier otra, donde hay hombres buenos, malos y malísimos”. Los que querían y necesitaban entender mal, así lo hicieron y replicaron su ponzoña por cuanto espacio les fue posible hacerlo. La confrontación entre Perón y “la Iglesia”, se convertía en un hecho.
NUEVOS FUEGOS PARA VIEJOS ENCONOS
Para abreviar, la escalada encontró ¬–a qué negarlo– tirios y troyanos en ambos lados. El 11 de junio, aprovechando la procesión del Corpus Christi, opositores recalcitrantes, desconocemos si con la venia de los organizadores, convirtieron el hecho litúrgico en hecho político de repulsión al gobierno. La marcha, sin más incidentes que la conversión señalada, culminó con un suceso que por esos días cobró enorme significación: una bandera argentina fue quemada. La interpretación oficialista remitió al carácter antipatriótico que –no caben dudas– es propio de las fuerzas que podemos reunir bajo el concepto de “oligarquía”. Por lo tanto, frente a cuanto se suponía una vandálica afrenta, lo que se imponía hacer era un acto de desagravio: el 16 de junio de 1955 fue la fecha elegida, y en el despliegue de demostraciones, la aviación aseguró la suya. La historia que vino después dejó en claro que la quema de la bandera había sido accidental (un manifestante quiso apagar una llama votiva encendida al lado de un busto de Evita, y por accidente el fuego interesó la tela patria que flameaba a pocos metros), y que la participación de los aviadores marinos en el –innecesario– desagravio era una versión renovada del Caballo de Troya. La conspiración, que jamás se había detenido, siguió en las sombras. Ahora, además de cambiar de manos el gobierno, las fuerzas de la reacción orquestaron un “escarmiento” inédito: dar muerte al presidente y a quienes quedaran bajo el radio de fuego.
LA MUERTE LLUEVE DESDE LOS AVIONES
A las 12:45 minutos del 16 de junio, las primeras bombas criminales cayeron sobra la ciudad indefensa, desentendida. Diez mil kilos de explosivos llovieron desde los aviones esa jornada. En tres incursiones: la apuntada líneas arriba, una segunda a las 3 de la tarde, y la última pasadas las 4 y 30. El recuento de muertos y heridos, a 59 años, no ha terminado. Depositando nuestra plena confianza en historiadores como Norberto Galasso, elegimos dar cuenta de 374 muertos y cerca de 2000 heridos. Los hay quienes multiplican y los hay quienes dividen las cifras.
La consigna escrita en la parte inferior de las alas de las naves fue “Cristo Vence”; la consigna no escrita pero que daba soporte ideológico a la inconmensurable ordalía fue “matar a Perón”. Por radio Mitre, asaltada por comandos civiles en el interregno que dejó una descarga y otra de bombas, fue leída una proclama donde se anunció “el tirano ha muerto”. La respuesta, también radial, de Perón, arrojó un mentís inobjetable a la expresión de deseos de los facciosos, y al mismo tiempo sacó de la perplejidad a las fuerzas leales (que por entonces las había y en número considerable) y a las propias masas peronistas. Sin consumar más objetivos que la masacre de ciudadanos indefensos, tras el último vuelo de muerte los aviadores fugaron hacia Uruguay. Más de 100 máquinas, todas claro, propiedad del Estado, fueron robadas por los aviadores ese día. Con los hombres de armas viajarían civiles complotados: Miguel Ángel Zavala Ortíz, dirigente opositor, por ejemplo. Años después, durante el gobierno de Arturo Illia Zavala Ortíz gozaría de un cargo público. Aquel negro día, en la vecina orilla del Plata los recibiría con los brazos abiertos un militar que desde un tiempo antes había decidido auto exiliarse: Guillermo Suárez Mason. La historia posterior haría triste y macabramente célebre a este personaje.
Esa noche, como respondiendo a un mandato inexcusable, un grupo de enfervorizados seguidores del gobierno respondió equivocadamente con una nueva y más amplia demostración piromaníaca: fueron incendiadas las iglesias de Santo Domingo, San Francisco, San Miguel, La Merced, del Socorro, San Nicolás, San Juan Bautista, La Piedad, la capilla de San Roque y la Curia. También las iglesias de la Asunción, en Vicente López, y la de Jesús del Huerto en Olivos. En Bahía Blanca la Catedral, el Sagrado Corazón, y Nuestra Señora de Lourdes.
Estos hechos, taxativa y absolutamente censurables, desde ya, resultaron funcionales a las urgencias comunicacionales que la reaccionaria oposición tenía. Nuevamente el fuego volvió a tapar la masacre.
Muchas lecturas se han realizado, y otras múltiples se harán (de hecho estas líneas son el extracto de una serie de capítulos de un libro que, estando actualmente en redacción, publicaremos en septiembre del año que viene con el nombre de EL BUSTO), algunas merecen la discusión y otras, por su carácter sublimador y/o decididamente mentiroso no. Lamentablemente las que más largo aliento han demostrado tener en la historiografía son las de la segunda categoría. No falta quien recuerde, con un cultivado desapego por la contextualización, los caracteres violentos del gobierno de entonces. Los grandes cambios generan conflictos porque en su transcurso se afectan intereses. Y a mediados del siglo XX la argentina fue objeto de una enorme transformación económica, política y social a favor de las grandes masas hasta entonces ocultadas y oprimidas.
El bombardeo y ametrallamiento criminal sobre Plaza de Mayo, Casa de Gobierno, el Palacio Unzué (donde funcionaba la residencia presidencial), el Bajo, además de fungir como el deplorable bautismo de fuego de aviadores argentinos, fue también una de las formas bajo las que se llevó a cabo la lucha de clases. Pero, fundamentalmente, fue la operación más desmesuradamente cobarde que un sector de las Fuerzas Armadas, la aviación marina, había realizado hasta ese día.
Sólo por hoy, detenemos aquí la continuidad de estas líneas. Ora por no “hacerla larga”; ora por dejar espacio para el inicio –ojalá– de un intercambio que nos enriquezca. Nada más importante para un futuro generosamente colectivo que mantener en vilo a la memoria.
MIGUEL ANGEL GARGIULO

domingo, 30 de marzo de 2008

POLICRONIA

PABLO DÍAZ O LA INVERSIÓN DE WERTHER


La Noche de los Lápices es una de las grandes tragedias que generó el Proceso de Reorganización Nacional impulsado por las Fuerzas Armadas a partir del golpe de Estado de 1976 en Argentina. Pablo Díaz, único sobreviviente de aquel drama, escribió durante los cuatro años que duró su cautiverio un centenar de cartas, que envió a su familia. En las epístolas (una selección de ellas se publican en este volumen) el adolescente secuestrado, desaparecido, torturado; perfila la realidad que lo constreñía... y con tal fuerza que el escritor Miguel Angel Gargiulo, autor del exordio que complementa el libro, postula una heroica inversión del famoso personaje descrito en 1774 por Goethe en su célebre “Las desventuras del joven Werther”.